La misericordia debe ser la esencia de la vida cristiana porque es la esencia misma de Dios. “El nombre de Dios es misericordia”, dice el Papa Francisco.
En la convocatoria que hizo a toda la Iglesia a un año Jubilar de la Misericordia el Santo Padre nos decía que la mejor manera de celebrar este Año Santo es poner en práctica las obras de misericordia. “Es mi vivo deseo, dice, que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza”.
Ciertamente, este Año Santo está sirviendo para que las obras de misericordia que durante un buen tiempo, varios siglos atrás, no tuvieron muy buena prensa, sobre todo por la influencia protestante que insistía mucho en que la salvación no depende de nuestras obras, vuelvan a ocupar el centro en la vida de los cristianos que quieren seguir los pasos de Jesús.
Meditándolas nos daremos cuenta de que son evangelio puro porque nacen de las entrañas de la enseñanza de Jesús y van mucho más allá de la práctica de simples acciones piadosas de los cristianos. En realidad, hoy no podemos ser cristianos si no somos misericordiosos.
Las obras de misericordia se inspiran o nacen del texto del evangelio de Mateo en el que Jesús nos adelanta cómo será el Juicio Final de las naciones, un juicio que para unos será de bendición y para otros de maldición. La diferencia la marcará justamente la misericordia que hayamos practicado.
En el pasaje que se recoge en el capítulo 25 del evangelio de Mateo, Jesús dice que para Dios la diferencia entre la maldición o la bendición final estará en que hayamos dado de comer al hambriento, de beber al sediento, en que hayamos brindado hospedaje al extranjero, vestido al desnudo y visitado al enfermo y al privado de libertad.
Aquí nacieron las siete obras de misericordia que hoy calificamos como corporales. Mucho más tarde, en el Medievo, a estas siete se añadieron otras siete que denominamos espirituales. Como bien han apuntado algunos maestros de la espiritualidad, en realidad, las obras de misericordia bastaría que fueran siete, como siete son los sacramentos y siete los dones del Espíritu Santo, y que a cada una de ellas se le diera una dimensión corporal, o material, y otra espiritual. En este sentido, San Agustín habla de buenas obras que afectan al cuerpo del prójimo y buenas obras que afectan al alma. Incluso añade una décimo quinta que es <<despertar al dormido>>. Santo Tomás de Aquino, por su parte, se refiere a ellas como <<limosnas corporales y espirituales>>.
Estas siete, o catorce, obras de misericordia las debemos poner en práctica porque cada una de ellas viene como a restañar, a sanar las heridas que hacen dolorosa y sufriente la vida del hombre de hoy y de siempre. Tienen ese poder.
Por eso las obras de misericordia examinan nuestra vida cristiana, o por decirlo de otra manera, miden nuestra entrega a los pobres, a los que están en necesidad y a quienes nosotros podemos auxiliar.
Y para ser misericordiosos tenemos que contemplar a Dios como misericordia. Viendo cómo Dios Padre es misericordioso con todos, pero preferentemente con sus hijos más necesitados, comprenderemos que la única manera de ser seguidores de Jesús es practicando con los pobres la misericordia que Él practicó con ellos. La misericordia de Dios reproducida en Jesús es el fundamento y la referencia para la misericordia humana.
Seamos misericordiosos como Dios, nuestro Padre, es misericordioso.