Reportajes Especiales

Testimonios de migrantes: «Sentí que nos enterraron vivos en el camino de la muerte»

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«Estuve a punto de rendirme muchas veces; mi cuerpo no podía continuar, pero el llanto de mi hijo de 10 años y sus palabras de aliento, me dieron fuerza una y otra vez, durante los cinco días que estuvimos caminando en la selva», dice con mucha tristeza Hilda Acosta, una de las migrantes venezolanas que se llenó de valor y cruzó la espesa e indómita selva del Darién panameño.

¿Cuántas horas caminaban cada día sin poder parar y cómo era el trayecto?

Empezábamos a caminar a las 5:00 de la mañana y no podíamos parar hasta después de las 6:00, cuando empezaba oscurecer y debíamos buscar un espacio plano para dormir, en cualquier lugar y en las peores condiciones, muchas veces tratábamos de dormir a plena lluvia.

El trayecto era terrible: pasábamos por ríos crecidos, a los que no alcanzábamos el fondo con los pies; acantilados y montañas. El dolor en mis rodillas se hacía cada vez más insoportable.

Comenta que lo más triste que les tocó ver fue a una familia con un bebé de unos 9 meses, que llevaba 15 días en un lugar sin poder avanzar, porque al padre se le había torcido un tobillo y estaban esperando que pudiera mejorar para continuar. La gente que pasaba les daba alimentos y medicinas.

¿Cómo era tu vida en Venezuela que tomaste esta decisión tan arriesgada?

No era tan mala, con limitaciones, pero normal, aguantando muchas situaciones difíciles, pero fue una ola de muchas personas diciendo «vámonos», para aprovechar la frontera abierta de Estados Unidos. Fue terrible cuando recibimos la noticia del cierre de la frontera; aún estábamos en la selva cuando nos enteramos, pero seguimos adelante, con la esperanza de alguna posibilidad. Ya yo estaba en Nicaragua.

Si pudieras regresar el tiempo, ¿lo volverías a hacer?

Jamás. No pasaría nunca por algo parecido. Hoy lo único que deseo es estar en mi casa, con mis otros hijos. Tengo cuatro en total, tres se quedaron con mi mamá. Estamos buscando reunir el dinero del boleto, para regresar a Maracaibo, de donde somos.

«Nos enterraron vivos»

Abraham Pérez y su hijo Alexander también llegaron junto a Hilda y a trece migrantes más al Hogar Luisa, donde han sido bien acogidos y alimentados. Él también cuenta su amarga experiencia cruzando la selva, «el camino de la muerte», así la llama.

Abraham, ¿Qué fue lo más terrible que viviste en la selva del Darién?

Lo más terrible fue toparme con la muerte. Vi a tres personas que murieron y allí quedan, nadie se lleva los cuerpos. Saber que si algo te pasa y no puedes continuar, deben dejarte y proseguir, es muy triste.

Dice con notable dolor que el modelo de vida de Venezuela y de Colombia, donde permanecía durante los últimos meses, pues es su país natal, ya no les permitía tener una vida digna y desea para su hijo una mejor vida, con los derechos que cualquier persona debe tener. «El modelo de vida que nos han impuesto estos gobiernos ya no vale la pena, somos seres humanos y merecemos tener un poco más. No les importamos a los gobernantes. Yo tengo 30 años trabajando en la construcción, pero ya no podía pagar ni a un ayudante».

Él, así como Alexander Pérez, José Castilo y Edwin Villalobos, otros venezolanos que vieron morir la esperanza en el despiadado tapón del Darién, creyeron en ellos y en esa oportunidad de mejorar sus futuros en Estados Unidos. Ante esa posibilidad apostaron sus vidas en cada paso inestable de esas fronteras sin corazón, zigzagueando el dolor, el terror y la tristeza de cada minuto. Y es que muchos no lo saben, pero el venezolano está hecho de temple, valor y optimismo.

«Cuando recibimos la noticia, yo sentí que nos enterraron vivos en la selva de la muerte», expresa Abraham, mostrándose fuerte, a pesar de tanto, ante la presencia cercana de su hijo, quien lo acompaña con una entereza y madurez, que  no son propia de su edad. Alexander es uno de los millones de jóvenes que heredaron un país donde la compasión no tiene rostro, donde las posibilidades no encuentran futuro y donde ellos se preguntan cada día ¿Qué voy a hacer?

Buscando su retorno

Cuando el primer rayo de luz despierta, salen cada día a caminar las avenidas y calles de Panamá, para ver si la buena suerte les tiende una oportunidad temporal de realizar algún oficio que les permita reunir el dinero necesario para comprar sus boletos de retorno a la patria, a ese lugar que es su hogar, pero  también perdido de muchas maneras. Sentirse en el limbo es una terrible sensación experimentada por millones de venezolanos desde hace más de 20 años.

Hasta ahora la Embajada de Venezuela no ha hecho nada por ellos, según relatan. «Coordinaron los vuelos supuestamente humanitarios; los boletos costaban 202 dólares y desde que son humanitarios, valen 280,  solo de ida. ¿Qué ayuda es ésa?», se pregunta Edwin Villalobos.

Jorge Ayala, director del Hogar Luisa.

Un hogar que suavizó su dolor

«Aquí los estamos apoyando con un techo, cama y comida, mientras ellos resuelven su situación», explica Jorge Ayala, director de Hogar Luisa, una institución panameña, dedicada a ayudar al migrante.

Opina que la comunidad internacional debe hacer lo que le compete y lo que esté a su alcance para ayudar a los migrantes y que debe haber mecanismos para poder intervenir en situaciones de orden social, como la que está pasando en Nicaragua o en Venezuela, que son crisis  de orden humanitario.

«Ningún organismo internacional  puede decirle a Venezuela ni a ningún país lo que tienen que hacer, pero sí tienen que apoyar a los migrantes que están atravesando situaciones cómo éstas; es cierto que es insostenible, pero se hace necesario; todos los países estamos saliendo de una terrible pandemia y tenemos otra peor, que es la corrupción».

Ayala considera que las autoridades panameñas debieron activar un proceso para estudiar caso por caso de manera  rápida, «pues si un migrante tiene el perfil de refugiado, no podemos pedirles que se regrese, pero la mayoría que llega, no lo tiene, pues no son perseguidos para matarlos, pero muchos sí se están muriendo de hambre».